jueves, 28 de agosto de 2008

REFORMA Y CONTRARREFORMA


El 18 de abril de 1521 era un día hermoso, luminoso. En Worms estaba reunida la dieta imperial, el emperador Carlos V -muy joven todavía- presidía la noble reunión rodeado de príncipes electores, arzobispos y grandes de España. El heraldo imperial picó con la vara y anunció que ahora se presentaría el doctor Martín Lutero, profesor agustino de Wittenberg.
Al entrar, un monje de apenas mediana estatura, delgado, con amplia tonsura, en su hábito negro gastado, el cíngulo al cinto y sobre bastas sandalias, parece tímido y trastornado. Su cara de campesino bonachón muestra temor ante tanto terciopelo, seda, cadenas de oro y sombreros de los altivos consejeros españoles e italianos. Lutero parece no reconocer al emperador, vestido sencillamente de negro, tocado con la boina española, un pálido adolescente. Pero se equivocaría quien pensara que ese monje quedaría mucho tiempo trastornado. Entre los espectadores reconoce a su viejo amigo, el padre de los lansquenetes Frundsberg, y lo saluda con la mano; también está Sickingen, que hace pocos días todavía le ofreció su castillo de Ebemburg como refugio, y que también recibe un saludo. El emperador dice en español, sin mover la cara: "¡Seguro que ése de ahí no me hace hereje!»
Los consejeros y obispos llegan pronto al motivo de la sesión. Al igual que hicieron ya el día antes, pretenden que Lutero abjure de sus heréticos escritos, haga contrición de sus ataques al papado y se someta a la iglesia. El cardenal Aleander, legado del papa, amenaza que, en caso contrario, el emperador y el imperio ejecutarán en Lutero la condena papal.
Entonces Lutero cambia de postura, se endereza y contesta lo que tantas veces volverá a decir: «Sobre las almas, Dios no quiere ni puede dejar gobernar a nadie más que a sí mismo. Así, donde el poder mundano pretenda dar leyes a las almas, se entromete en el gobierno de Dios... No hemos sido bautizados para reyes y príncipes, sino para Cristo y Dios mismo...».
Un murmullo irritado recorre la dieta imperial; el emperador, al que primero hay que traducir las palabras del monje, pone cara sombría. Ahora Lutero se dirige directamente al emperador y aconseja al adolescente no manchar el comienzo de su gobierno con la injusticia. ¡Dios podría hacerle caer! No quería abjurar porque sólo se sentía responsable ante su conciencia, no ante ninguna autoridad mundana o eclesiástica.
La conocida frase: “Aquí estoy, Dios me ayude; no puedo hacer otra cosa” probablemente no la haya dicho con estas palabras, pero éste era el sentido de su discurso.
Después de que el acusado por hereje se haya mantenido firme, todo el mundo teme que le pueda ocurrir como cien años antes a Juan Hus: ser condenado y ejecutado a pesar del salvoconducto imperial.
Sin embargo, y sorprendentemente, la dieta imperial lo deja marchar en libertad. Lutero vuelve a las profundidades del bosque de Turingia, de donde ha venido. Durante el camino, jinetes enmascarados detienen su carromato y lo raptan. Han sido enviados por el señor territorial de Lutero, Federico el Prudente de Sajonia, para llevar al amenazado a Wartburg y esconderlo allí una temporada. Martín Lutero reside allí cosa de un año, bajo el nombre de «hidalgo Jorge», y realiza en este tiempo una de sus mayores acciones al traducir al alto alemán el Evangelio, con lo que da a los alemanes, al mismo tiempo, una lengua escrita común.
El 25 de mayo de 1521, la dieta de Works había pronunciado contra Lutero la proscripción imperial. Esta se añadía pues a la bula de excomunión de León X. En algunos lugares de Sajonia hubo tumultos en las iglesias; idealistas libertarios y predicadores medio comunistas soliviantaron el pueblo contra la superioridad principesca y eclesiástica. Lutero tenía que volver al mundo para mantener un poco de orden.
En una época que conoce desde hace dos generaciones el arte de la imprenta, las ideas, formuladas rotunda y popularmente, son incontenibles. Los más importantes humanistas del momento las discuten, las universidades publican declaraciones, tienen lugar debates, incontables hombres recorren el país difundiendo la buena nueva de la libertad de conciencia evangélica y reforma de todo lo existente. La reforma inunda Occidente.
Cuando en 1524 la gran guerra campesina hace temblar las tierras alemanas, sobre todo las centrales y meridionales, por lo menos la mitad de sus caudillos: salen de campaña con el grito de «libertad evangélica del cristiano». Mientras ocurre todo esto, Martín Lucero enseña, predica, escribe; Melanchthon formula la nueva fe purificada con precisión teológica. En Suiza se alza el sacerdote Ulrico Zuinglio, que halla apoyo en el consejo municipal de Zurich; cae en 1531 en Kappel en una batalla contra los señores feudales católicos. Desde 1536 se agita la nueva doctrina en Ginebra, donde Juan Calvino se pelea con el movimiento reformador de los zuinglianos, tiene que huir, pero regresa en 1541 para fundar una iglesia severamente reformada que penetrará el sur de Suiza y después Francia. Uno de sus discípulos, John Knox, regresa a su patria, Escocía
(1559), donde impone, frente a la monarquía católica de María Estuardo, la doctrina calvinista y la constitución presbiteriana. Estados enteros se declaran partidarios de la reforma. En el imperio se establecen claramente dos frentes; en 1531 se funda la liga de Smalcalda de señores protestantes contra el emperador y el imperio. En Francia se funda la liga de los hugonotes. En la Inglaterra de Enrique VIII, en 1534, la iglesia anglicana se separa del papado. Gustavo Wasa basa en Suecia su nueva monarquía en la reforma. Occidente, que hasta entonces había mantenido el último lazo de su unidad bajo el techo de la sola iglesia católica, se divide en confesiones, sectas y partidos.
Hace tiempo que el desarrollo se le ha ido de las manos a Lutero. Desde la segunda dieta imperial en Spira en 1529, en que los estamentos imperiales evangélicos contestan con una “protestación” a la derogación de ciertas concesiones anteriores, se habla de protestantes. La “confesión de Augsburgo” del año de 1530 es la gran confesión de fe de los evangélicos.
A una dieta sucede otra; tienen lugar pequeñas guerras. Príncipes anteriormente eclesiásticos cambian de bando, se casan y conservan los obispados, las abadías, las tierras de las órdenes religiosas como heredades familiares. Se confisca las propiedades de la iglesia, se asalta templos, se quema imágenes, se expulsa o ejecuta hombres. La lucha entre reforma y contrarreforma llena todo el siglo y alcanza el siguiente.
El camino que conduce a reforma y revolución viene de lejos. Desde las cumbres de la edad media, desde el señorío de los Hohenstaufen y la prisión de los papas en Aviñón, el desarrollo de las situaciones sociales y eclesiásticas había decaído formidablemente. Había aparecido un tipo de cesarismo totalmente nuevo: grandes casas principescas que se esforzaban por el poder, la adquisición de grandes propiedades y el tráfico con los señores, se habían apoderado de la corona. Los señores territoriales, incluso los condes, obispos, abades, barones e hidalgos se hacían con derechos, tierras y pueblos. El emperador no era ya árbitro y guardián, sino príncipe entre príncipes.
Campesinos y ciudadanos se convirtieron en las acémilas de la nobleza y el clero.
Todo ello alcanzó una época en la que el humanismo había propuesto a los cabezas ilustrados nuevos objetivos no religiosos y las mejores inteligencias se habían emancipado cada vez más. Universidad e investigación no querían ser por más tiempo «criadas de la señora teología».
Hombres piadosos y leales a la iglesia clamaban con progresiva insistencia por un concilio y una reforma. Se debilitaba el prestigio del papado cuando la asombrada cristiandad veía ante sí, a un tiempo, dos o incluso tres papas. Los primeros impulsos salieron de las universidades.
Así, a partir de 1378, el profesor londinense John Witcliff agitaba contra la situación en la iglesia y contra las exigencias de poder eclesiásticas y mundanas; uno de sus sucesores fue el profesor Juan Hus de Praga, quien llevó su lucha más apasionadamente todavía. Fue citado en 1415, condenado y quemado. Mas la crítica no moría en ninguna pira de la época y no había inquisición capaz de frenar la continuada irritación de los espíritus. Por medio de los humanistas y los profesores y alumnos de las universidades llegaron al pueblo las nuevas ideas de regreso al cristianismo evangélico, liberación de la conciencia de una fe dogmática e igualdad de los hombres ante Dios. Cuando Gutenberg desarrolló a mediados del siglo XV el arte de la imprenta, se pudieron producir impresos en masa, que además resultaban baratos, y las ideas reformadoras se difundieron con mucha mayor velocidad todavía. Hacia fines del siglo XV empeoró todavía más la situación de la iglesia bajo algunos papas renacentistas. Para reunir las ingentes sumas destinadas a la construcción de San Pedro, las fiestas cortesanas, la política de poder del Vaticano y las intrigas políticas, la curia había fomentado tanto el lucrativo comercio con reliquias como con indulgencias.
En Alemania, la recaudación del contravalor de las indulgencias corría a cargo de la casa comercial de los Fugger; los monjes dominicos participaban en la distribución a cambio de una comisión.
El tristemente famoso monje Tetzel, por ejemplo, usaba la frase publicitaria: “En cuanto cae el dinero en el cepillo, sale el alma del fuego”.
Con todo eso, la indulgencia no estaba pensada más que como remisión terrena por los pecados, como pena financiera por los pecados contritos y confesados. Ahora se convirtió en afán de lucro, explotación de la necedad y fraude. De parecido modo había degenerado el tráfico de reliquias. Martín Lutero, quien en 1517 formuló sus en seguida famosas 95 tesis contra las indulgencias y el tráfico de reliquias, era, por ejemplo, predicador en la iglesia palatina de Wittenberg, una iglesia que poseía 17.443 partículas de osamentas de santos y «joyas» parecidas. Quien paseara en oración una vez por este templo, conseguía, según edictos papales, 127.799 años y 116 días de indulgencia.
Aparte de todos estos yerros del sentimiento religioso todavía se extorsionaba a los pobres, buenos creyentes, con el "penique del turco” anual, que la curia recaudaba pretendidamente para una cruzada, pero que gastaba en muy otras cosas.
De cualquier modo, ya bastaba; se habían pasado en mucho de la raya. Todo el mundo sintió los vientos de liberación y renacimiento cuando el valiente Martín Lutero se alzó en Wittenberg y dijo cuatro verdades a Roma y la alta clerecía. La llamada a la reforma en el sentido del Evangelio, la exigencia de libertad de conciencia y respeto del cristiano sonó como una fanfarria de los nuevos tiempos. Los seguidores de Lutero se multiplicaron con tal velocidad, que en 1520 el cardenal Aleander escribía entristecido a Roma que en toda Alemania no podía hallar ni una persona favorable al papa. La reforma siguió su camino.
Para el imperio, la reforma era una amenaza formidable: no sólo porque se propagaban ideas libertarias y contrarias a la autoridad, sino sobre todo por el peligro de disolución del propio imperio. La religión católica única era la sola cosa en común entre países, estados y pueblos que ahora empezaban a sentir como naciones, estamentos, grupos. Carlos V iniciaba un duro camino. Su imperio habsburgués rodeaba los países de sus enemigos políticos: la Francia de Francisco I y los estados de la Iglesia. Por este solo hecho, tanto Francia como el Papa tenían que ser enemigos del emperador. Francia, turcos, protestantes, el Papa: todos aprovechaban sin escrúpulos cualquier momento de debilidad del imperio. El emperador resignó. La dieta imperial de Augsburgo de 1555 firmó la paz religiosa. El principio sería: Cuius regio, eius religio (quien tiene la región, impone la religión).
La búsqueda de la libertad de conciencia había terminado por obligar a los súbditos del señor territorial a la emigración o a la sumisión.
Mas la contrarreforma se preparaba también para el enfrentamiento espiritual. En 1534, el español Ignacio de Loyola fundó con otros siete «soldados de Cristo», en París, la orden de los jesuitas. La tarea que se propuso -y después cumplió brillantemente- esa «caballería ligera del papa» era la defensa, reposición y propagación de la pura fe católica. Una generación más tarde, incontables puestos esenciales de gobierno, especialmente las funciones de confesores de los príncipes, están ocupados por jesuitas que, preparadísimos, inteligentes y resueltos, impulsan junto al oído de los poderosos la política de la contrarreforma. La vieja iglesia volvió a ascender de su valle de lágrimas, a reformarse y renovarse a sí misma.
El concilio de la reforma se reunió en Trento (1545-1563); ahora se tomaron determinaciones severas respecto a la formación y forma de vida del clero, contra el abuso de las indulgencias, sobre el celibato, las órdenes religiosas y la obligación de residencia de los obispos. La vieja iglesia intentaba reconquistar la unidad del Occidente cristiano.
Después de la abdicación de Carlos V, su hijo Felipe II se convirtió en la cabeza de la contrarreforma. Razones de política colonial, económicas y personales de los gobernantes se mezclaron en la lucha entre reforma y contrarreforma. Al final se convirtió en un enfrentamiento entre las potencias norteñas de Inglaterra y Escandinavia contra las sureñas: España y Alemania Meridional. España fue vencida en la derrota de la armada y más tarde en los mares coloniales; el imperio quedó muy debilitado después de la guerra de los treinta años.
Con ello se había decidido el caso entre reforma y contrarreforma: Occidente quedó dividido en una parte católica, meridional, y una reformada, septentrional. Se perdió la unidad que había existido durante la edad media.

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